Él, uno de los muchos motociclistas que deambulan en las noches cartageneras. Puedo imaginar que durante su corta vida ha enfrentado no pocas limitaciones. Probablemente no terminó el colegio y hace parte de los muchos cartageneros condenados a vivir en la pobreza. Aunque no lo conozco, a él lo siento cotidiano, como las ruidosas motos que deambulan por las calles de la ciudad.
Ellos se vieron por primera vez en el barrio de Marbella donde ella se hospeda y por donde él suele pasar. La noche del sábado, ella y una amiga salen a disfrutar de la ciudad de la que tanto les hablé. Cerca del hotel donde se quedan, él las ve y con un amigo las abordan. Dos para dos. Él la toma del hombro y le dice que le entregue la cartera. Ella se aturde mientras él arrebata su bolso. Luego se dirige a la amiga, que alcanza a reaccionar y grita desesperada. Él se asusta y corre adonde el amigo que le espera en la motocicleta; se pierden rápidamente entre las calles del barrio.
El episodio narrado preocupa tanto en este caso, de una estudiante extranjera, como si el afectado hubiera sido un estudiante local. No obstante, el contraste entre estos dos jóvenes se antoja aleccionador. Hace pensar en el futuro de muchos jóvenes cartageneros, comprometido por la falta de oportunidades y la corrupción.
De no ser por los ladrones de guayabera, quienes por medio de la corrupción cercenan las oportunidades de las nuevas generaciones, jóvenes como él tendrían un buen ejemplo y la posibilidad de construir un futuro diferente, para ellos, sus familias y para el conjunto de la sociedad.
Sin los ladrones que eufemísticamente llamamos de cuello blanco, para resaltar la pulcritud con la que van vestidos, y para que no dé fastidio darles la mano en los eventos sociales, ella y él probablemente hubieran podido conocerse en circunstancias muy diferentes, por ejemplo en un salón de clases.
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